Case Studies

El ruiseñor y la rosa -cuentos cortos

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Había una vez un ruiseñor que vivía en un jardín. El ruiseñor comía las migas de pan que caían de la ventana donde un joven estudiante comía pan cada mañana. El pajarito pensaba que las dejaba para él y por eso no tenía miedo de posarse a comer en el alféizar de la ventana.

Un día el joven se enamoró. El joven pidió a la doncella que bailara con él. Ella le dijo que lo haría a cambio de una rosa roja.

-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín.

Desde su nido, el ruiseñor oyó la pena del muchacho.

-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! -lloraba el joven-. El príncipe da un baile mañana por la noche y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo y la tendré en mis brazos. Pero no hay rosas rojas en mi jardín, así que la perderé para siempre.

-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él.

-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba por allí.

-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita.

-Llora por una rosa roja -dijo el ruiseñor.

-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería! -dijeron la lagartija, la mariposa y la margarita a la vez, echándose a reír.

Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso. De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo hasta el prado, en cuyo centro había un hermoso rosal.

-Dame una rosa roja -dijo el ruiseñor al rosal-, y te cantaré mis canciones más dulces.

-Mis rosas son blancas -contestó el rosal-. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.

El ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.

-Dame una rosa roja -dijo el ruiseñor al rosal-, y te cantaré mis canciones más dulces.

-Mis rosas son amarillas -respondió el rosal-. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá él te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.

-Dame una rosa roja -dijo el ruiseñor al rosal-, y te cantaré mis canciones más dulces.

-Mis rosas son rojas -respondió el rosal-, pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas y no tendré más rosas este año.

-No necesito más que una rosa roja -dijo el ruiseñor al rosal-, una sola rosa roja. ¿Hay alguna forma de conseguirla?

-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.

-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.

-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.

-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?

Entonces desplegó sus alas y emprendió el vuelo hasta donde estaba el joven.

-Sé feliz -le dijo el ruiseñor-, tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido es que seas un verdadero enamorado.

El estudiante no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor. El joven volvió a su habitación y se quedó dormido. Cuando la luna brillaba el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas. Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas hasta que nació una rosa roja, la rosa más hermosa de cuantas hayan existido jamás.

-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.

Pero el ruiseñor no respondió, pues yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.

A mediodía el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.

-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja!

E inclinándose, la cogió. Con ella en la mano fue a ver a su amada para ofrecérsela.

-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuánto te quiero.

-Temo que esta rosa no combine bien con mi vestido -respondió ella-. Además, hay otro que me ha traído joyas de verdad, que cuestan más que las flores.

-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.

Y tiró la rosa al suelo, donde fue aplastada por un carro.

-¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada. Habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica.

Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro y se puso a leer.

Los zapatos rojos -cuentos cortos

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Érase una vez una niña pobre llamada Karen. Karen era tan pobre que solo tenía unos zuecos por calzado, unos zuecos que le dañaban los pies, por lo que en verano iba descalza.

En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que le hizo a Karen un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto desmañados, pero a la niña le encantaron.

Al morir su madre, una señora rica acogió a la niña y la cuidó como si fuera su hija. Lo primero que hizo fue tirar los zapatos rojos, pues le horrorizaban, y comprarle un calzado más discreto.

Cuando llegó el momento de confirmación de la niña la señora le compró a Karen unos zapatos. Cuando fueron a ver al zapatero Karen se enamoró de unos zapatos rojos de charol que el zapatero había hecho para una condesa, pero que no le iban bien. La niña se los pidió a su benefactora que, como ya no veía bien, no se enteró de que eran rojos.

El día de la confirmación todo el mundo miraba los zapatos rojos de Karen. Y la niña no podía pensar en otra cosa que en sus zapatos rojos.

Cuando la señora se enteró reprendió a Karen y le ordenó no volver a ponérselos.
Pero la niña decidió aprovechar cualquier ocasión para ponérselos y desobedecer a la señora.

Al domingo siguiente, cuando acompañó a la señora a misa, la niña se puso sus zapatos rojos, a pesar de que la buena mujer le recordó que debía ponerse zapatos negros. Cuando llegaron a la iglesia, un mendigo se ofreció a limpiarles los zapatos.

-¡Qué bonitos zapatos de baile! -dijo el mendigo a la niña-.Procura que no se te suelten cuando dances.

Y al decir esto tocó las suelas de los zapatos con la mano.

Al salir de la iglesia el mendigo volvió a decir:

-¡Qué bonitos zapatos de baile!

Inmediatamente, Karen empezó a bailar sin poder parar, llevada involuntariamente por sus zapatos rojos.

El cochero, que la esperaba a ella y a la señora, metió a la niña enseguida en el carruaje y le quitó los zapatos.

Por esos días la señora cayó enferma y Karen tuvo que hacerse cargo de cuidarla. Pero la habían invitado a un gran baile. Después de dudarlo unos minutos, Karen decidió dejar dormida a la señora y marcharse al baile con sus zapatos rojos, sin recordar el incidente que había sufrido el domingo.

Cuando llegó al baile con sus zapatos rojos estos empezaron a mover sus pies, y la niña empezó a bailar sin poder parar. Pasaron los días y Karen seguía bailando y bailando. Estaba cansada, pero no podía parar, así que lloraba mientras bailaba, pensando en lo tonta y vanidosa que había sido y en lo ingrata que había sido con la señora que tanto la había ayudado.

- ¡No puedo más!- lloró desesperada-. ¡Tengo que quitarme estos zapatos aunque tengan que cortarme los pies!

Karen se dirigió bailando a casa del carnicero. Cuando llegó, sin dejar de bailar, le gritó desde la puerta:

-¡Sal! ¡Sal! No puedo entrar porque estoy bailando. Córtame los pies para que pueda dejar de bailar, porque hasta entonces no podré arrepentirme de mi vanidad.

Cuando la puerta se abrió apareció el mendigo limpiabotas que había encantado los zapatos rojos a la puerta de la iglesia.

-¡Qué bonitos zapatos rojos de baile! -exclamó-. ¡Seguro que se ajustan muy bien al bailar! Déjame verlos más de cerca.

Nada más tocar el mendigo los zapatos rojos se detuvieron y Karen dejó de bailar. Karen aprendió la lección y, agradecida, volvió a casa a cuidar de la señora que tanto había hecho por ella. Karen guardó los zapatos en una urna de cristal y no volvió a desobedecer nunca más.

El duendecillo y la mujer - cuentos cortos

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Viejas leyendas cuentan que, antiguamente, las mujeres campesinas tenían un compañero, un duendecillo, que les acompañaba en sus tareas domésticas. Hace tiempo, una mujer muy leída y con dotes para la escritura y la oratoria, también tenía un duendecillo como compañero.

Un día visitó a la mujer y a su esposo un primo lejano al que no conocían aún, un joven seminarista muy culto. El joven escuchó los versos de la mujer y encontró que su poesía era excelente.

-Tienes talento, prima -dijo el joven.

-¡No digas sandeces! -dijo el jardinero-. No le metas esas tonterías en la cabeza. Una mujer no necesita talento. Lo que le hace falta es saber atender a sus tareas en la casa y que no se te queme la comida.

-La comida la arreglo fácilmente -respondió la mujer-, y, cuando tú estás enfurruñado te doy besito y te contentas. Mírate tú, que parecía que solo te gustaba cultivar coles y patatas, y, sin embargo, bien te gustan las flores.

Y le dio un beso.

-¡Las flores son el espíritu! -añadió.

-Atiende a tu cocina -gruñó el jardinero mientra salía por la puerta hacia el jardín.

Entretanto, el seminarista tomó asiento junto a su prima y se puso a charlar con ella sobre cosas bellas y virtuosas. Pero en la cocina también estaba el duendecillo, vigilando el puchero que había quedado desatendido, para que el gato no se lo comiera.

El duendecillo estaba enojado con la mujer porque ella no creía en su existencia. Es verdad que nunca lo había visto, pero no tenía disculpa para no creer en él, pues su gran creatividad y erudición se debían a su presencia.

-Ella simplemente me niega, que soy cosa de su imaginación -dijo el duendecillo mientras miraba al gato -. Y ahí está, charlando con ese seminarista. Ya me cansé, así que me pongo de parte del marido. Que ella atienda su puchero. Ahora voy a hacer que se le queme la comida, por desagradecida.

Y el duendecillo se puso a soplar en el fuego, que se reavivó y empezó a chisporrotear.

-Ahora voy al dormitorio a hacer agujeros en los calcetines del seminarista este -continuó el duendecillo-. A ver qué tiempo le queda para escribir poesía mientras zurce los calcetines rotos.

Al duendecillo se le ocurrió abrir primero la puerta de la cocina para que el gato comiera lo que se le antojara. El gato comió todo con gusto. Ya que le iban a echar la culpa de todo, al menos disfrutaría de la comida.

Mientras tanto, la mujer le enseñó a su primo algunos de sus ensayos y versos, que este leyó y comentó con gran interés. La mujer le habló del carácter melancólico y triste de sus escritos.

-Solo hay una sola poesía que tiene carácter jocoso en la que expreso pensamientos alegres. No te rías, pero trata de mis pensamientos sobre la condición de una poetisa. Amo la Poesía, se adueña de mí, me hostiga, me domina, me gobierna. La he titulado “El duendecillo”. Seguramente conozcas la antigua superstición campesina del duendecillo, que hace de las suyas en las casas. Pues imaginé que la casa era yo y que la Poesía, las impresiones que siento, eran el duendecillo. En esta composición he cantado el poder y la grandeza de este personaje.

Y el seminarista leyó el título de la poesía en voz alta y la mujer escuchó, al igual que el duendecillo, que estaba al acecho para destrozar los calcetines mientras el gato se ponía las botas en la despensa.

-¡Esto va para mí! -dijo el duendecillo-. ¿Qué debe haber escrito sobre mí esta desagradecida? ¡La voy a fastidiar! ¡Se acordará de mí!

Y aguzó el oído, prestando atención. Pero cuanto más oía de las excelencias y el poder del duendecillo más se sonreía. Estaba encantado de lo que se decía sobre él.

-Verdaderamente, esta señora tiene ingenio y cultura. ¡Qué mal la había juzgado! -dijo el duendecillo. Desde hoy la ayudaré más que nunca y la respetaré.

-¡Ay que ver! Ha bastado una palabra zalamera de la señora, una sola, para que el duendecillo cambie de opinión. ¡Qué astuta es la señora!

Y no es que la señora fuera astuta, sino que el duende era como son los seres humanos, que con halagos y adulaciones cambian de opinión, solo por sentirse importantes.

Simbad, el marino - cuentos cortos

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Érase una vez un muchacho llamado Simbad que decidió embarcarse en un barco para comerciar por el mundo.

Un día el viento dejó de soplar y el barco se paró muy cerca de una isla. Simbad y otros tripulantes del barco decidieron ir a visitar la isla. Estando en la isla tuvieron hambre, así que encendieron una hoguera para asar carne. De repente, el suelo se estremeció como si de un terremoto se tratase.

Lo que pasaba es que no habían desembarcado en una isla, sino en el lomo de una enorme ballena que, al sentir el fuego, empezó a dar coletazos. En una de estas embestidas Simbad cayó al agua. Los tripulantes del barco pensaron que se había ahogado, así que se fueron nadando al barco y huyeron.

Pero Simbad consiguió agarrarse a una madera que flotaba por allí hasta que una ola lo arrojó sobre una playa.

-¿Qué será esto? -exclamó Simbad al ver unas bolas blancas de gran tamaño.

De pronto, Simbad miró hacia arriba y vio a un inmenso pájaro que iba hacia él.

-¡Es el pájaro Roc! -gritó asustado.

Pero no le dio tiempo a más. El pájaro Roc se posó sobre él para calentar las bolas blancas, que eran sus huevos.

Simbad aprovechó para pensar cómo salir e ideó un plan.

- Enrollaré mi turbante a la pata del pájaro Roc para que me lleve volando por la mañana -pensó Simbad.

Y así fue. Al amanecer, el pájaro se echó a volar, llevándose a Simbad con él hasta otro lugar en el que se posó.

Simbad descubrió que estaba en un profundo valle, rodeado de montañas tan altas que era imposible escalarlas. Cuando se sentó a descansar y a pensar en la falda de una de las montañas descubrió que estaba rodeado de serpientes.

-¡Qué mala suerte! -dijo Simbad-. ¡Consigo escapar de un problema para meterme en otro peor!

Entonces Simbad se dio cuenta de que aquel misterioso valle también estaba lleno de preciosos diamantes.

-¡Aquí estoy, rodeado de la mayor fortuna del mundo y condenado a no salir jamás! -se lamentó Simbad.

Sin embargo, por si acaso, Simbad llenó un saquito de cuero que llevaba encima con diamantes. Mientras metía los diamantes en la bolsa tuvo una idea:

-Mataré a una serpiente y me ataré a ella con el turbante. Luego esperaré a que venga el pájaro Roc a comérsela. Entonces me iré con él.

Y así ocurrió. Durante el viaje, el pájaro Roc sobrevoló el mar. Simbad divisó un enorme barco navegando sobre las aguas azules. Cortó con un cuchillo el turbante y cayó al agua, confiando en que los tripulantes del barco le rescataran.

Gracias a los diamantes a Simbad nunca no le faltó de nada. Aún así, decidió volver a embarcarse. Pero, ya en alta mar, unos piratas asaltaron su barco y lo apresaron para venderlo como esclavo.

-Pareces un hombre fuerte -dijo un mercader que quería comprarlo. -Dime qué hacer para ver si me puedes servir.

-Manejo muy bien el arco -contestó Simbad.

-Bien, demuéstramelo -dijo el mercader-. Ve a la selva y tráeme marfil de elefante.

Pero a Simbad le daba mucha pena cazar elefantes y siempre fallaba los disparos. Un día vio un elefante muy viejo y lo siguió. Este le llevó hasta el cementerio de los elefantes. Allí había tantos colmillos que, cuando informó a su amo, éste se volvió loco de alegría.

Para agradecer la fortuna que haría gracias a él, el hombre le dejó libre y le regaló un barco para que Simbad siguiese recorriendo los mares y viviendo grandes aventuras.

Juanito y las habichuelas mágicas - cuentos cortos

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Había una vez un niño huérfano de padre llamado Juanito que vivía con su madre en una cabaña del bosque. Como eran muy pobres, la mujer mandó a su hijo a la ciudad a vender lo único que tenían: una vaca.

Juanito cogió la vaca y se puso en marcha. Por el camino se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas.

- Hola -dijo el hombre-. Tengo aquí unas habichuelas maravillosas. Son mágicas. Si las quieres, te las cambio por la vaca.

Juanito aceptó el trato y volvió a casa con el saquito de habichuelas. Pero a su madre no le pareció bien el trato que había hecho el niño. Muy enfadada, tiró las habichuelas por la ventana y se puso a llorar.

A la mañana siguiente, Juanito descubrió que las habichuelas habían brotado y la planta había crecido tanto que llegaba a las nubes.

Juanito trepó por la planta y, cuando llegó arriba, se encontró un castillo. Allí vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba.

Juanito esperó a que el gigante se durmiera. Cuando el gigante se durmió, el niño cogió la gallina y, bajando por la planta, se escapó con ella.

Cuando la madre de Juanito lo vio con la gallina se puso muy contenta. Los dos juntos se fueron a vender los huevos de oro. Por un tiempo vivieron muy felices sin que les faltara nada.

Pero un día la gallina se hizo vieja y dejó de poner huevos de oro. Juanito tuvo que volver a trepar por la planta para ir al castillo del gigante en busca de más tesoros.

Juanito se escondió y vio al gigante contar las monedas de oro que sacaba de un saco de cuero. Cuando se durmió, Juanito cogió el saco y salió corriendo planta abajo. Con el oro del saco, Juanito y su madre pudieron vivir tranquilos mucho tiempo.

Pero el oro del saco se acabó, así que Juanito tuvo que volver a subir por la planta hasta el castillo del gigante. Cuando llegó arriba, Juanito vio al gigante guardar una cajita en un cajón de la que salía una moneda de oro cada vez que se levantaba la tapa.

Cuando el gigante se marchó, Juanito cogió la cajita. Según se iba, el niño vio que el gigante se quedaba dormido mientras un arpa tocaba sola. Juanito esperó y, cuando el gigante se durmió, quiso coger el arpa con la mano que le quedaba libre.

Pero el arpa estaba encantada y, cuando Juanito fue a cogerla, se puso a gritar:

- ¡Que me roban! ¡Amo, despierta, que me lleva un extraño!

El gigante se despertó sobresaltado y, al ver lo que ocurría, fue detrás de Juanito, que había salido corriendo con la cajita. Juanito empezó a bajar por la planta. El gigante decidió ir tras él.

Juanito llamó a gritos a su madre desde arriba:

- Mamá, coge el hacha y déjala junto a la planta.

Juanito bajó raudo y veloz y, una vez abajo, cortó la planta de un hachazo.

El gigante, que lo había oído, volvió a subir rápidamente. Por suerte, alcanzó las nubes antes de que la planta cayese.

Desde entonces, Juanito y su madre tienen que apañárselas con la única moneda de oro que sale cada día de la cajita mágica. Al menos han aprendido a administrarse mejor, en incluso ahorrar, por si acaso algún día no es suficiente con la moneda que toca.

Alí Babá y los cuarenta ladrones - cuentos cortos

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Hace mucho tiempo, en una ciudad persa, vivieron dos hermanos huérfanos muy pobres. El mayor se llamaba Kassim y el menor Alí Babá.

Kassim, que era ambicioso pero poco trabajador, se las ingenió para casarse con una joven de buena posición.

Alí Babá prefirió llevar una vida menos ambiciosa y vivir de su trabajo, así que se dedicó a ser leñador. Su honestidad y buen hacer le hizo ganar pronto la confianza de la gente. Gracias a su esfuerzo y buen juicio, Alí Babá consiguió ahorrar algo de dinero, con el que compró un asno para cargar leña y así no tener que cargar con ella. De este modo, Alí Babá podía servir más leña y ganar más dinero, y así consiguió hacerse con un total de tres asnos que le ayudaban en su trabajo.

Los otros leñadores admiraban a Alí Babá por su forma de hacer y de inspirar confianza. Hasta tal punto era así que uno de ellos le ofreció a su hija en matrimonio.

Un día, mientras Alí Babá cortaba leña en el bosque con sus tres asnos pastando alrededor, oyó ruido en la espesura. Al principio, el leñador no sospechó nada. Sin embargo, cuando se quiso dar cuenta sus asnos ya no estaban. Preocupado por ellos, Alí Babá trepó a un árbol para intentar ver dónde se habían metido los asnos.

Desde lo alto del árbol pudo ver Alí Babá a un grupo de maleantes que se acercaban a caballo y que pararon justo al pie del árbol donde él estaba. Afortunadamente, ellos no le vieron, pues permanecía oculto tras las ramas.
Allí los maleantes dejaron sus caballos e iniciaron su camino a pie cargando con unos pesados sacos. Alí Babá los contó según se iban: había un total de cuarenta.

Desde el árbol, Alí Babá pudo ver cómo un poco más adelante los cuarenta maleantes se detenían frente a una roca. También oyó a uno decir, con voz potente y estruendosa: ¡Ábrete, sésamo! Y la roca se abrió.

Los maleantes entraron, vaciaron sus sacos y salieron de allí. Alguien dijo: ¡Sésamo, ciérrate!. Y, dicho esto,l la roca volvió a su sitio.

Alí Babá pensó en entrar en la roca, pero le preocupaba que los ladrones volvieran tras algo olvidado, así que decidió esperar. Tras una larga espera, el leñador se acercó a la roca y dijo: ¡Ábrete, Sésamo! Y la roca se abrió. Alí Babá se encontró con una gran sala iluminada por la luz que entraba por los agujeros de su bóveda. Entró y la roca se cerró sin hacer ruido. Un poco atemorizado, Alí Babá decidió explorar la sala. Allí encontró ricas mercancías: telas de seda, oro, plata, monedas y piedras preciosas.

Enseguida Alí Babá se dio cuenta de que todo eso era fruto del robo y el pillaje, por lo que solo cogió monedas, dejando joyas, metales preciosos y otras mercancías, quedando así en paz con su conciencia. Llenó tres sacos con lo que pensó que podían cargar sus asnos y se fue. Abrió la roca con las palabras mágicas y con las palabras mágicas la cerró.

Ya fuera, Alí Babá llamó a sus asnos, los cargó con los sacos llenos de monedas y puso rumbo a casa. Pero cuando llegó encontró la puerta cerrada, así que decidió ensayar la fórmula que aplicaba a la roca. Y a la voz de “ábrete, sésamo” la puerta se abrió. Para cerrarla, utilizó las palabras “sésamo, ciérrate”, que también funcionaron.

Cuando su mujer lo vio en el patio interior le preguntó cómo había conseguido entrar, ya que ella había cerrado a cal y canto por dentro. Él no contestó y le invitó a ayudarle a descargar los sacos. Cuando ella vio las monedas pensó que su marido se había aliado con unos ladrones y empezó a llorar, desconsolada, pensando que las monedas eran fruto del pillaje.

Alí Babá decidió contarle la historia a su mujer, que se quedó fascinada y convencida de que el oro no había sido robado por su esposo, sino que el destino lo había puesto en su camino.

Ella quiso medir la cantidad de oro antes de guardarlo enterrado en el jardín y acudió a casa de su cuñado Kasim para pedirle una medida. La mujer de Kassim se la dejó y, cuando la recuperó, vio un dinar de oro bajo la medida. Cuando se lo contó a su esposo éste acudió a ver a Alí Babá, quien le ofreció la mitad de sus monedas. Pero Kassim quería más, así que Alí Babá le contó el secreto por miedo a que su hermano le denunciara o algo peor.

Cuando Kasim acudió a la roca y entró con varios sacos, la roca se cerró. Él llenó los sacos y, cuando iba a salir, olvidó las palabras mágicas. Al poco escuchó que se acercaban los ladrones y se escondió, pero lo pillaron tratando de escapar, y lo mataron, dejando allí su cuerpo.

Al ver que no volvía, Alí Babá fue en busca de su hermano. Cuando lo halló muerto se lo llevó para enterrarlo, y pagó al enterrador para que no dijera nada. Cuando los ladrones regresaron y no encontraron el cuerpo de Kasim fueron a hablar con el enterrador, quien cedió a las amenazas y le contó que Alí Babá era quien había llevado el cuerpo y prometió llevar el cuerpo de Kasim a casa de uno de los ladrones. Para indicarle dónde debía dejarlo, el ladrón dijo que pintaría su puerta con ceniza.

Una de las criadas de Alí Babá oyó todo y pintó con ceniza todas las puertas del pueblo. Como el plan de los ladrones no funcionó, el jefe se presentó en casa de AlíBabá pidiendo posada como un falso vendedor de aceite con varias tinajas, en cada una de las cuales había un ladrón escondido. Alí Babá le aceptó en su casa.

La criada de Alí Babá miró por la noche en las tinajas de aceite para encender unas lámparas. Pero al asomarse con el cucharón a la primera tinaja para coger aceite se encontró con el ladrón, a quien dio un golpe con la cuchara, dejándolo dormido al instante. Y así hizo con todas las tinajas.

Las autoridades apresaron a los ladrones y Alí Babá vivió con su familia feliz para siempre.

La zorra y el gato - cuentos cortos

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Había una vez un gato que llegó a un bosque por primera vez. No conocía a nadie y al ver a la señora zorra pensó: "Quizá pueda hacerme amigo suyo. Intentaré ser amable con ella"

- Buenos días querida señora zorra. ¿Cómo se encuentra usted? Hace un día maravilloso, ¿no cree?

La zorra lo miró con desprecio y tras unos instantes pensando si merecía la pena contestarle o no, finalmente lo hizo.

- ¿Pero quién eres tú minino para dirigirte a mi como si me conocieras de algo? Que yo sepa no te conozco de nada... ¿O es que te crees muy listo, eh? Dime, ¿qué sabes hacer que no sea decir miau?
- Bueno… la verdad es que no sé hacer muchas cosas - contestó el pobre gatito avergonzado.
- ¡Ja! Lo sabía.

El gatito se sintió muy mal ante la humillación de la zorra, y estaba dándose la vuelta para volver por donde había venido cuando tuvo una idea.

- Aunque hay algo que sé hacer muy bien
- ¿Ah sí? ¿Y qué es?
- Sé subirme de un salto a los árboles cuando los perros me persiguen. Ya me he salvado dos veces.

La zorra se echó a reír escandalosamente.

- ¡Ja, ja, ja, ja! ¿De verdad es eso todo lo que sabes hacer? Yo conozco cientos de trucos para librarme de ellos. Pero tu eres un simple minino, seguro que no podrías aprender ni la mitad.

En ese momento apareció un cazador con cuatro perros ladrando como locos.

- ¡Corra señora zorra, corra!

El gato saltó rápido a la copa del árbol más cercano, mientras que a la pobre zorra de nada le sirvieron sus cientos de trucos para escapar, porque los perros fueron más rápidos que ella y lograron atraparla.

La lámpara de Aladino - cuentos cortos

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Hace mucho tiempo, en una ciudad china, vivió un joven de familia pobre llamado Aladino, que era bastante vago. Su padre quiso enseñarle su oficio, pues era sastre, pero Aladino prefería pasar el tiempo con sus amigos en las calles.

Siendo Aladino un adolescente su padre murió. Su madre no sabía qué hacer para que el muchacho trabajara y ayudara en casa, pues ella sola no podía sacarlo adelante.

Un día a Aladino se le acercó un hombre que decía ser su tío, hermano de su difunto padre. El hombre le dio dinero a Aladino para que se lo entregara a su madre pero ella desconfió de las intenciones de aquel extraño del que nunca había oído hablar.

Al día siguiente, el extraño fue a cenar a casa de Aladino y su madre. Allí, el hombre decidió proponerle algo a Aladino.

- Desde mañana tendrás un oficio. ¿Te gustaría tener tu propia tienda de trajes? -preguntó el hombre a Aladino.
- Claro, tío -dijo Aladino, seducido por la idea de tener su propio negocio.
- No se hable más. Mañana iremos a buscar una tienda para ti-dijo el tío. Y se marchó.

Esto convenció a Aladino y a su madre de que aquel hombre era quien decía ser. ¿Por qué, si no, iba a ofrecerle aquella oportunidad?

A la mañana siguiente Aladino se fue con su tío y caminaron juntos hasta una montaña, lejos de la ciudad. Fue entonces cuando supo quien era en realidad aquel hombre: un malvado brujo que necesitaba a Aladino para conseguir sus propósitos.

El brujo dijo unas palabras mágicas y el suelo se abrió. Entonces, le dijo al joven Aladino:
- Bajo esta montaña hay un tesoro para ti. Ponte este anillo, que ahuyentará tus miedos. Abajo encontrarás una losa: levántala mientras dices tu nombre. Tras ella encontrarás mucho oro, pero no debes tocar nada. Sigue adelante hasta un salón con una escalera de piedra. Sube y coge la lámpara que hay allí colgada diciendo tu nombre y vuelve con ella. De regreso podrás coger todo el oro que desees.

Aladino hizo lo que le pidió el mago. Cuando cogió la lámpara la guardó entre sus ropas para poder coger algunos objetos de oro.

Para salir le pidió a su tío ayuda, el cual le pidió que primero le diera la lámpara. Pero Aladino la tenía entre la ropa y no podía cogerla. El hombre insistía, pero Aladino no podía hacer otra cosa. Cansado de esperar, el brujo cerró la tierra, dejó a Aladino dentro y se marchó.

Aladino lloró desconsolado, pues pensaba que iba a morir allí. Sin darse cuenta, frotó la lámpara. Al hacerlo, un genio salió del anillo que llevaba...

- Soy tu esclavo -dijo el genio.- Ordena lo que desees y te lo concederé.

Aladino no podría creer lo que veía. Pero, para comprobarlo, le pidió salir de allí y al momento estaba fuera. Aladino regresó a casa y escondió la lámpara, y no le contó a nadie lo ocurrido.

Unos días después Aladino decidió vender la lámpara para comprar alimentos. Se puso a limpiarla para poder sacar más dinero por ella. Entonces el genio volvió a aparecer.

- Eres mi amo, lo que desees te será concedido -dijo el genio.
- Quiero mucha comida – respondió Aladino.

Al momento sus deseos se vieron cumplidos con creces: decenas de platos de oro llenos de comida. Cuando la madre lo vio se asustó, así que Aladino tuvo que contarle lo que ocurría con el genio de la lámpara.

Gracias al genio, Aladino y su madre tuvieron comida para varios días y, vendiendo los platos donde había dejado la comida, consiguieron dinero para comer muchas semanas más.

Una tarde Aladino oyó hablar de la hermosa hija del sultán. A Aladino le invadió la curiosidad y quiso conocerla, así que se escondió. Al verla pasar, el joven se enamoró de ella. Tal fue su enamoramiento que Aladino pidió a su madre que fuera al palacio a pedir la mano de la princesa.

La madre se presentó en el palacio llevando como regalo algunas de las joyas que Aladino había sacado de la montaña y varios platos en los que el genio había dejado la comida. Pero nadie reparó en sus regalos, solo en sus pobres ropas, y no la dejaron pasar.

Tras insistir varios días, al final la dejaron pasar, intrigados por lo que aquella mujer pretendía.

Cuando la madre de Aladino pidió la mano de la princesa para su hijo el sultán se echó a reír, acompañado por su inseparable visir.

Entonces, la mujer le entregó los regalos que llevaba.

Dame tres meses para demostrarte con un regalo mejor que mi hijo es digno de casarse con tu hija -dijo la madre de Aladino.

Ese era justo el tiempo que faltaba para la boda que ya había pactado el sultán con el hijo del visir y la princesa. El sultán le dio de plazo a la madre de Aladino hasta entonces.

La madre fue contenta a contarle a Aladino la buena noticia. Sin embargo, no pudo evitar advertir a su hijo que sospechaba del visir, pues no le parecía trigo limpio.

Dos meses después, la madre de Aladino se sorprendió al ver que la boda de la princesa se había adelantado, y fue corriendo a contárselo a su hijo.
Aladino cogió la lámpara y la frotó. El genio apareció de nuevo y le dijo:

- Eres mi amo, lo que desees te será concedido.
- Quiero que esta noche traigas a la princesa y a su esposo a mi casa cuando se retiren a su cuarto. A él déjalo paralizado en el baño hasta que amanezca. Luego los devolverás a palacio.

Y así sucedió. Cuando la princesa y su esposo aparecieron en casa de Aladino se asustaron mucho. Entonces, Aladino se acercó a la princesa y le dijo:

- No temas, no te sucederá nada. Yo te protegeré.

A la mañana siguiente el genio los devolvió al palacio antes de que nadie notara su ausencia. Ella no contó nada a nadie, pero su padre se mostró preocupado por ella, pues no la veía dichosa. Él se lo contó a su padre, el visir, pero éste le prohibió contar esa historia para que no le tomaran por loco.

Esa noche volvió a suceder lo mismo. El sultán, al ver que su hija seguía igual, exigió que le contara lo que sucedía. Ella se lo contó. Su padre enfureció y llamó al visir y a su hijo.

El hijo del visir, que estaba asustado y no quería volver a pasar otra noche paralizado, le rogó a su padre que lo liberase de ese matrimonio. Pero su padre se negó.

Sin embargo, cuando el visir confirmó que todo era verdad, el sultán anuló el matrimonio de su hija para no tener problemas.

Al enterarse de la noticia, Aladino esperó el plazo que el sultán le había prometido , y envió a su madre para que le concediera la mano de la princesa.

El sultán, que ya se había olvidado de Aladino, no sabía qué hacer para no faltar a su promesa. Así que siguió el consejo del visir y le pidió a Aladino algo imposible: un regalo de bodas que incluyera cuarenta platos de oro con gemas que deberían ser llevados por cuarenta esclavas acompañadas por cuarenta esclavos.

Aladino no se asustó y fue a buscar su lámpara mágica y le pidió al genio lo que reclamaba el sultán. Cuando todo estuvo listo todos salieron hacia el palacio.

El sultán quedó maravillado, pero el visir sospechaba algo. Mientras tanto, el sultán mandó preparar la boda para esa misma noche.

Aladino volvió a frotar la lámpara para pedirle al genio que lo vistiera a él y a su madre de modo adecuado para la ceremonia, dejando maravillado a todo el mundo por su elegancia y la riqueza de sus ropajes.

Tras la boda, Aladino le dijo al sultán que construiría un palacio nuevo para él y su esposa. Dicho esto, Aladino fue a su casa a frotar la lámpara, y le pidió al genio el palacio más lujoso visto jamás. El nuevo palacio sorprendió a todos. Pero el visir, muerto de envidia, seguía sospechando de Aladino.

Para celebrar la boda, Aladino repartió miles de monedas de oro entre la gente de la ciudad, lo que le hizo ganarse el cariño y el respeto de todos.

Mientras tanto, en África, el brujo que se había hecho pasar por tío de Aladino investigaba con sus trucos qué había sido del joven al que quiso engañar. Al descubrir que Aladino estaba vivo, que era rico y que se había casado con la hija del sultán se fue a buscarlo. Compró muchas lámparas y corrió la voz de que cambiaba las lámparas viejas por lámparas nuevas.

Una sirvienta de la princesa, que lo oyó, le aconsejó que cambiara la de Aladino, que se veía vieja y desgastada. Ella no sabía nada del genio, así que le pareció una gran idea y ordenó a la sirvienta que hiciera el cambio. Aladino estaba de viaje, por lo que no pudo detenerla.

El brujo, al apoderarse de la lámpara, la frotó y le pidió genio salió que trasladase el palacio entero con la princesa a su ciudad.

A la mañana siguiente el sultán fue a visitar a su hija y se encontró con que ella y el palacio habían desaparecido. El sultán mandó a buscar a Aladino y lo condenó a muerte.

La gente de la ciudad, al enterarse que matarían a Aladino, comenzó a amenazar al sultán con atacar y quemar el palacio si algo le sucedía a Aladino.El sultán lo perdonó por miedo, pero le dio un mes para que trajera de vuelta a su hija. De lo contrario, lo mataría sin importarle las amenazas de la gente.

Aladino estaba desesperado ya que sin la lámpara no sabía qué hacer y no sabía qué había pasado. Entonces recordó su anillo mágico, lo frotó y apareció el genio.

- Genio te suplico que me devuelvas a mi esposa y al palacio -pidió Aladino.
- Lo que me pides es imposible -respondió el genio-. Todo está en poder del brujo, que tiene la lámpara, y ella es que es más poderosa que el anillo.
- Entonces llévame al lugar donde está el palacio -dijo Aladino.

Al llegar frente al palacio, esperó ver salir al brujo y trepó por una ventana al cuarto de su esposa. Ella lo abrazó feliz y le contó que el brujo quería casarse con ella. Aladino trazó un plan.

-Querida, invita al brujo a cenar y dile que estás arrepentida, que te casarás con él. Entonces, aprovecha para envenenarlo para que duerma profundamente. Yo me esconderé y solucionaré todo esto.

Y así fue. Aladino recuperó la lámpara y regresó con la princesa gracias al genio. Años después, Aladino se convirtió en el nuevo sultán, y reinó con éxito durante varias décadas.

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